Vicente Muñoz Puelles
El último manuscrito de Hernando Colón
Tusquets Editores
Barcelona 1992
I. Almirante de la Mar Océana
pp. 19-21
Siempre he pensado que las arañas se me parecen. Son laboriosas, ordenadas, metódicas. He pasado muchas noches observándolas a la luz del candil —casi siempre tejen de noche, cuando uno duerme—, en diversos lugares de Europa, a los que viajé para reunir mi biblioteca, e incluso en las Indias Occidentales, donde vi arañas velludas que emitían ronquidos y a las que los niños paseaban con cuerdas atadas a la cintura, como si fuesen perros. Si me preguntaran qué he aprendido de ellas, diría que me han enseñado a esperar con paciencia y a desconfiar de
Aristóteles. Este, en sus Historias de los animales, pretendía que ninguna araña puede atravesar un círculo de cuerno pulverizado de unicornio. Pero yo he derramado en torno a ellas auténtico polvo de unicornio —tenía que serlo, a juzgar por el precio—, y he comprobado cómo lo traspasaban sin titubeos. Y si Aristóteles se equivocó en esto, bien pudo errar en [-19;20-] todo lo demás, en su física y en su metafísica y hasta en su lógica. Otra cosa que he aprendido es que una araña recién nacida, aunque jamás haya visto una tela ajena, hila la suya como la de sus antepasados.Mi curioso lector —ése hacia el cual tiendo mis redes— está presumiendo que ahora va a seguir un tratado de los arácnidos, lleno de amenas particularidades, como aquéllas transcritas por el concurrido Plinio, incansable espulgador de libros ajenos. Y dependería sólo de mí que así fuera. Pero entonces tendríamos que despedirnos de esta historia, que es la de aquel hábil urdidor de fábulas que fue mi padre, y la de cómo yo, Hernando Colón, encubrí su simulación más audaz y menos conocida.
He escrito interesadamente decenas de opúsculos para defender la entereza de nuestro apellido y de nuestra casa, transmitiendo a veces mentiras a medias, confundiendo y borrando las huellas como la marea que invade una playa. Ahora que todo se aproxima a su fin —ningún resquicio legal me ha permitido impugnar el laudo, que hace dos años redujo los vastos derechos de nuestra familia a un puñado de ho nores [-20;21-] insustanciales en Castilla—, mojo la pluma en el tintero para dejar constancia de mi verdad. El anciano Leonardo, a quien conocí en Roma cuando se dedicaba a compendiar la botánica y a jugar caprichosamente con la geometría, me explicó que los topos son animales falaces que viven ocultos bajo tierra y que mueren apenas salen a la luz, imposibilitados de seguir mintiendo. Sin duda se trata de una alegoría, como lo de Aristóteles.
En nadie he apreciado mayor disposición para la metamorfosis que en mi padre, varón digno de eterna memoria; el mismo Proteo no pudo ser tan diverso. Durante meses estuve observando sus gestos y ademanes en aquella desapacible posada de Valladolid, mientras deliraba o dormía o simplemente fingía descansar con la cabeza hundida en la almohada como en un talud de nieve, y nunca dejó de maravillarme la amplitud y vivacidad de los cambios.
p. 26
Quería creer que era por ella por quien hacía todo, y era fácil advertir que la apreciaba más que a Beatriz Enríquez, mi madre, o al menos de distinta manera. Porque en esto también era dual o bifronte, como Jano, dios de fuentes y manantiales. Para mi madre, al menos al principio, reservaba el amor de los sentidos, liviano, alegre y algo oriental. Para su dueña —aquel perenne azote de moros y judíos, aquella unificadora de la fe, aquel ángel obstinado y fanático—, un amor contenido y sin esperanza, que se nutría de miradas veleidosas y suspiros, como el de los trovadores de la Provanza cuyos exaltados poemas ornan uno de mis estantes.
p. 29
Pero la mentira persigue el placer y la verdad, y llega donde ésta no sueña alcanzar y la ilumina. ¿Qué fábulas no urdiría el futuro marino, anhelante, mientras cardaba la lana y la teñía de grasicntos colores? ¿Soñaría con el vellocino del carnero de oro y con su accidentado rescate? ¿Ambicionaría liberar la Cólquide, en manos de los rapaces turcos? ¿Pensaría en Medea, a quien Jasón juró ser eternamente fiel? No hacía falta Pavía alguna; la universidad comenzaba en la calle, en el puerto esplendoroso, en las naves sobrecargadas que tornaban de Oriente. Se contaban audaces travesías, se discutía la distribución de las razas, se trazaban mapas imaginarios. Los más versados evocaban la truculenta tragedia de Séneca y repetían sus palabras como un ensalmo: «Llegará algún día en que el océano ensanche su cerco y la Tierra se nos muestre en toda su amplitud, y otro piloto, como aquel que fue guía de Jasón y se llamaba Typhis, descubra nuevos mundos, y no sea ya Thule la región más remota». Medea, otra vez.
II. Las andas fúnebres
p. 33
En contra de la opinión más extendida, las arañas son pulcras. Detestan la suciedad y el polvo, y protegen los libros; por eso las respeto y —a la usanza de Escandinavia, donde son veneradas como los lares de los antiguos romanos— consiento que tiendan sus redes en algunos rincones de mi casa. No he conocido, en cambio, mujer que pueda soportarlas, y que cuando ve una no haga mohines y la emprenda a escobazos. Será por eso, y porque ni confío en las mujeres ni sé confiarme a ellas, por lo que he permanecido soltero.
p. 38
(…) Y el leal Fieschi, personaje esencial de esta historia, a quien los españoles llamaban Fiesco, cabalgaba junto a mi quebrantado padre —quien a veces le apodaba Fiasco— y, pese a ser casi de su misma edad, se ocupaba en darle ánimos. Habían comapartido mucho, porque se conocían desde niños. A ratos les oía evocar sus antiguos amores: mentaban a cierta Simonetta, al parecer muy alegre, o a una tal Elisabetta, que —según escuché mientras atravesábamos una dehesa poblada de diversos ganados— se ofrecía siempre de espaldas, como las cortesanas de Ovidio.
p. 45
La nueva del empoeramiento de mi padre debió de llegar a oídos del Católico, quien se disponía a recibir a su hija y a su yerno el rey Felipe, por quienes no tenía ninguna estima y cuyas legítimas pretensiones le estorbaban en grado sumo. Antes de partir hacia el norte, donde se suponía que iban a desembarcar, procedentes de Flandes, nos envió a uno de los físicos de la Corte; acaso por ser éste
hipocrático, que es tanto como decir inoperante.
pp. 47-48
(…) Insistía Ciego en la importancia de que el excremento estuviera bien trabado, y desaprobaba con vehemencia los cursos muy aguanosos, o blancos, o pálidos con verdor, o muy rojos, o de color de puerro. Una mañana en que mi padre exoneró un humor pegajoso y blando, me predicó la verdad
hipocrática, esto es [-47;48-] que antes del día tercero se le pondría la lengua con una línea seca y negra en el medio y algo blanca a los lados, y que poco después moriría.
pp. 50-51
(…) Creía haber oído una voz celestial exigiéndole que estuviera quieto —era muy posible que se lo hubiéramos pedido nosotros, en sus momentos de mayor agitación—, y permanecía rígido como las momias de que hablaba el nómada Heródoto, pero al instante hacía ademán de atrapar moscas —que [-50;51-] no había, por el mucho frío— o de quitarse pelillos del hábito o de retirar pajuelas de la pared.
III. La espiral de araña
p. 54
En el numeroso séquito del católico Fernando había partido de Valladolid mi hermano Diego, a recibir a los nuevos reyes y a entregarles una carta dictada en un momento de mediana cordura por mi padre, donde —como al otro Rey, que ya sólo lo era nominalmente de Aragón, Nápoles y Sicilia— les ofrecía centuplicar unos servicios que nadie esperaba de él ni le pedía. Como si hiciéramos guardia marinera, las tres Parcas —Fieschi, Diego Méndez y yo— nos turnábamos para cuidar al Almirante y renovar la provisión de velas; nada incomodaba tanto al enfermo como los últimos parpadeos de la mecha, que debían de antojársele vaticinios de muerte.
pp. 57-58
Tras husmear la evacuación más reciente de mi padre, nuestro físico leyó en ella como leían los antiguos en las entrañas de los animales. Agitó el orinal y volvió a escudriñar. Con encomiable satisfacción me anunció que, sin riesgo de error posible, le quedaban dos días justos.
—¿Y no puede vuesa merced —le pregunté— hacer algo para remediarlo?
—No he de intentarlo —repuso—, porque sería obrar contra la Naturaleza. Basta considerar que la causa del mal descompone la trabazón de los humores y separa las partes que los constituyen. Estas, ya aisladas, son movidas fuera del cuerpo, como piezas inútiles. Si yo tirase a trabar el excremento, el humor pernicioso, separado de los demás, cargaría en alguna parte principal e induciría gravísimos daños. [-57;58-]
Quise averiguar qué daño podía haber mayor que la muerte. No me contestó, pero adiviné lo que pensaba: deseaba fervientemente, para mantener la razón y la industria de
Hipócrates, que mi padre falleciera en el plazo apuntado. Conteniendo mi enojo, le dije que, puesto que había que dejar actuar a la Naturaleza, no precisábamos ya de sus servicios, y que no volviera hasta pasados esos dos días, para certificar el resultado de su pasividad.
p. 60
—Cristóforo —dijo al cabo—, ¿queréis trabajar conmigo en la salvación de vuestra alma?
No oí nada, por lo que deduzco que mi padre debió de asentir con un gesto.
—Así se salvó Ezequías —prosiguió el franciscano fabulador— cuando, amenazado por la muerte, oró a Dios y le lloró. Y Dios se apiadó de él y ordenó al profeta Isaías que tomara masa de higos y la pusiera sobre la llaga de Ezequías. Y éste sanó, y Dios añadió a sus días quince años.
«Más eficaces», pensé para mí, «son este Dios y su profeta que el reputado
Hipócrates y su discípulo.»
IV. Cambio de nombre
p. 67
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que en diez años fue andando desde la Florida a Nueva España y conoció muchas extrañas costumbres e ingenios, vino a verme hace poco. Es hombre animoso y arrogante, de cabellos rubios, ojos claros muy despiertos y barba larga y crespa, en la que a ratos ensortija los dedos. Cree, como yo, que los indios —que en tantas ocasiones le han salvado la vida— han de ser llevados con buen tratamiento. Mientras le escuchaba no podía dejar de pensar en mi padre; más adelante, el aplicado lector entenderá por qué. Tan instructivas me parecieron sus aventuras errantes que-insistí en que las pusiera por escrito. Le ofrecí un título. Nueva Odisea, pero me dijo que, si algún día se decidía a enarbolar la pluma, preferiría llamarlas simplemente Naufragios.
pp. 85-86
La lectura reciente de un libro de Cayo Suetonio Tranquilo, sobre la vida de los cesares, me ha hecho pensar en el circo romano y en las representaciones que se celebraban en la arena. Un esclavo se vestía de Orfeo y tocaba el arpa para un grupo de animales amaestrados, antes de perecer bajo las garras de un león hambriento. Otro, disfrazado de Dédalo, perdía las alas en un vuelo fingido y al caer era devorado por un oso. Más allá, sobre una pira de ramas de roble y troncos de olivos, que los tramoyistas [-85;86-] habían colocado sobre un monte en miniatura un falso Hércules ardía dando alaridos; decepcionados porque no se ajustaba al papel requerido —el Hércules mitológico dejó que las llamas lo envolviesen sin queja—, los implacables romanos le abucheaban.
Nunca he asistido al costoso montaje de un auto de fe, pero en las Indias vi quemar a hombres. La pacificación de Boriquén había concluido con la captura del cacique Agueybaná y de sus principales, que habían sido trasladados a Santo Domingo para dar a sus pobladores la fiesta de un atenaceamiento previo y una cremación posterior.
VI. Los restos del Almirante
p. 101
Alvarez, el cejijunto, se ofreció a servirnos de guía, supongo que para vigilarnos. No lejos de allí, al pie de unos árboles, asidas a la tierra o recostadas en las raíces salientes, yacían algunas sombras extenuadas, en todas las posturas del abandono y el dolor, como las almas que Dante y Virgilio encontraron en el Infierno o el grupo escultórico del augur troyano Laocoonte, que admiré en Roma. Recuerdo, bajo una nube de pequeñas moscas, una maraña inextricable de miembros delgados, angulosos, y de articulaciones prominentes como nudos de soga. Imposibilitados ya de trabajar, se les había permitido arrastrarse hasta allí para rendir el último suspiro; y aún debían agradecer que no hubieran ensayado en ellos el filo de las espadas. Un tufo dulzón y persistente evidenciaba que alguno ya había conseguido ausentarse.
p. 113
Sucedió entonces que dejó de sanar enfermos. Deduzco, por lo que me contó Méndez, que, de tanto andar medio en cueros y descalzo, a mi padre le había acometido algún enfriamiento, y sabido es lo susceptibles que son los indios al contagio de los males más leves. El caso es que, en vez de curarlos, ahora los fulminaba, a la docta usanza de Ciego y de Hipócrates. Empezaron a rehuirle, y en lugar de las recepciones y los areitos de costumbre encontraba las aldeas abandonadas y ocultos a los pobladores.