Juan José Saer
El entenado
Destino
Barcelona 1988
p. 127
[El padre Quesada] era un hombre erudito, e incluso sabio. Todo lo que puede ser enseñado lo aprendí de él. Tuve, por fin, un padre, que me fue sacando, despacio, de mi abismo gris, hasta hacerme obtener, por etapas, lo máximo que puede acordarnos este mundo: un estado neutro, continuo, monocorde, equidistante del entusiasmo y de la indiferencia y que, de tanto en tanto, por alguna exaltación modesta, se justifica. No fue fácil; más que el
latín, el griego, el hebreo y las ciencias que me enseñó, fue dificultoso inculcarme su valor y su necesidad. Para él, eran como tenazas destinadas a manipular la incandescencia de lo sensible; para rní, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como salir a cazar una fiera que ya me había devorado. Y, sin embargo, me mejoró. Le llevó años, y fue el amor a su paciencia y a su simplicidad, más que al conocimiento, lo que sostuvo mis esfuerzos. Después, mucho más tarde, cuando ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance.p. 137
Una paz imprevista, sin embargo, en un lugar cualquiera, me esperaba. Una noche, en un comedero, unas personas que se emborrachaban en la mesa de al lado, después de la cena, entraron, ya no me acuerdo cómo, en conversación conmigo. Eran dos hombres, uno viejo y uno joven, y cuatro mujeres. Al observar que yo había estudiado un poco pensaron que era un hombre de letras, y supe que ellos, en cambio, eran actores. El vino nos acercó. Iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, representando comedias para ganarse, con ese juego infantil, una vida miserable. Pero el viejo, que rengueaba un poco y que a pesar de su pobreza poseía cierta dignidad, era inteligente y no desdeñaba el placer de la conversación. Cuando se percató de que yo conocía el latín, el griego, que no ignoraba ni a Terencio ni a Plauto, me propuso que me uniese a ellos para compartir peligros y beneficios. El joven, que era su sobrino, llamaba primas a todas las mujeres. Sin dejar traslucir que para mí se trataba de elegir entre el teatro y los basurales, y con el coraje que infunde el vino nocturno, acepté la propuesta.