Félix Alvarez Sáenz

Crónica de blasfemos

Lima 1986

versión polaca

 

pp. 12-13

El frío de la tarde congela los pensamientos (tal es su fuerza), y el viento, que desde la mañana sopla llegando del sur antartico, agita el mar de abrojos, ichu y zarzales, [-12;13-] cuyas raices se hunden en los excrementos. Son como cabellos sueltos al aire mesados por las manos de un Eolo perverso y enfurecido. Grandes bloques de piedra arrojan sus sombras sobre este infierno helado y crean figuras de trasgos y de gigantes deformes y terroríficos. Enormes nubes van cubriendo el cielo y amenazando con la lluvia y el granizo. El aire frío me azota el rostro.

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pp. 18-19

Quiero ponerme de pie, recibirlo de pie. Sigue avanzando, con la niña siempre guiándolo entre los muertos. A la niña le flota al viento una negra y larga cabellera. El está envuelto en una capa negra, como la mía, hecha jirones. Ya es completamente'de día, pero los densos nubarrones ocultan el sol. Siento mis piernas, me cosquillean. Apoyo mi brazo en la roca para poder alzarme. Con la otra mano sujeto la espada. Para los heridos en batalla la espada es un buen bastón. Ahora le veo la cara. Es cetrina, y sus barbas canas, descuidadas, flotan al viento junto a la cabellera negra de la niña. Qué amorosamente [-18;19-] lo guia en este campo de desolación. Parecería Virgilio conduciendo a Dante en el infierno. Lo observa todo como si estuviera en el más profundo de los circuios del averno. ¿Y Satán? No seré yo, por cierto.

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p. 20

Descendemos hacia un valle. Los cerros pelados protegen la feracidad de este pequeño oasis. Hay bosquecillos de molles junto a un río cristalino. No se ven pueblos de indios en estas partes. La tierra está desierta. La hemos arrasado. ¿Cómo habrán sido estos andurriales en otros tiempos? ¿Como mi pequeña aldea? No lo creo. Nunca hubiera quedado desierto mi valle. Nunca hubieran desaparecido los bosques ni los prados ni sin nombre las cañadas. Son demasiados los caminos que lo cruzan: la senda de los judíos, la vía de los romanos...¡Tanto tiempo ha que fueron habitadas aquellas tierras!

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pp. 41-42

¿Quién ordenó este caos? ¿Quién concentró tanto veneno en las plantas, tanta agresividad en las animalias? Observo las raíces de los árboles. Retuércense con desesperación [-41;42-] sobre sí mismas como si quisieran escapar a un sino maléfico al que se saben condenadas. Es como si una inteligencia maligna dominara todo el conjunto, y me imagino que así debe de ser el infierno tan temido. En medio de este infierno me siento libre. Libre como los pájaros que revolotean sobre las ramas de los árboles, como las serpientes que se descuelgan con sigilo por sus troncos. Siento que una libertad semejante, un ser lo que se es o lo que se quiere ser a pesar de todo, sólo puede darse en el infierno, pues tal libertad es siempre desmesura, pasión desordenada, amor loco, soberbia o furia desatada. Tal libertad es tendencia y apetencia. Es poder y es ser. Ser en uno mismo o por uno mismo, por lo que uno vale y no por lo que los demás hacen de él; no por dictado, sino por instinto, por naturaleza. Es la libertad de los que no están sometidos. El albedrío de los rebeldes y de los pecadores. En esta libertad no puede haber orden ni sosiego, sino empuje, fuerza y desesperación. ¿No es ésta, tal vez, la condición de todo lo creado? ¿Hemos de someternos todos a voluntad ajena? ¿Hemos de engañarnos buscando la música de las esferas en medio del caos y del ruido? Consolatio servorum [latín]. Engaño de tontos. Elijamos nuestro destino rechazando la idea de que otros lo dictan por nosotros. Aprendamos del bosque y de sus criaturas. Asaltemos el cielo con la punta de nuestra espada. Sumerjámonos en el ruido negando la música inaudible, la armonía y la belleza eterna de lo invisible. Me gusta el ruido y el desorden. Prefiero ser como soy.

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pp. 63-64

"Navarro no, gabacho", me dice Lope. "El capitán es un francés adamado con más porte de maricón de corte que de soldado". No le corrijo, que en estos calores, comido por los mosquitos, estas palabras suenan como música en mis oídos. "¿Dónde se ha visto -continúa diciendo- tan poco conocimiento del manejo de tropas de guerra? ¿Qué capitán famoso de otros tiempos abandonó sus deberes para con los soldados por gozar de deleites putañescos?" Yo le respondo que César no tuvo a menos acostarse con Cleopatra y que, si en mi mano estuviera, yo lo haría con Inés de Atienza con mucho gusto. No le agrada a Lope mi respuesta. "Si enamorado -me arguye-, César no abandonó nunca sus deberes. Quien sí lo hizo [-63;64-] fue Marco Antonio, y así le fue, como a vuesamerced le consta por los escritos de los antiguos". Termino por darle la razón, que en esto de lecturas Lope de Aguirre conoce muchas y a César y a Lucano los lee de corrido y en latín. Como a Tito Livio y a otros muchos. Admira a César y, de vez en cuando, si piensa que no lo escucho, repite aquel lema que diera notoriedad al hijo del papa Alejandro: Caesar aut nihil [latín]. No es un mal lema para una vida.

 

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pp. 69-70

[la Torralba] Mujer de campo y de zurrón, de pelliza y de cayado, de jarra de vino y de gozos y placeres en los pajares de las aldeas. No sé si será buena compañía para Elvirica, pero ha de velar por ella con más cuidados que los que Argos ponía en vigilar Io. De eso estoy seguro. Buena mujer es, a fe mía, esta Torralba a la que Lope ha encargado el cuidado cotidiano de su rapazuela.

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pp. 80-82

Hanse acabado ya las provisiones que traíamos desde la tierra de los Caperuzos y ni Juan de Vargas ni García de Arce aparecen por parte alguna de estas orillas. Cuando miro en ellas sólo veo los cueros resecos de los cocodrilos, gigantescos, dormidos en los pajonales junto al río. A veces se arrojan al agua y abren en ella la boca como si quisieran tragarse el mundo, que tengo para mí que bien podrían hacerlo de tan desmesuradas que parecen estas cavernas. Ayer llovió como nunca había visto hacerlo en todos los días de mi vida. Con las manos ex [-80;81-] tendidas no podía contarme los dedos de tan espesa que era la cortina de agua. Lluvia caliente que, sin embargo, ha refrescado generosamente nuestros agotados cuerpos. Nuestras ropas han vuelto a secarse, y hoy, aunque sin sol, la calor nos agobia de nuevo con sudores. Precipitanse en mi espalda desde la nuca y, sobre mi rostro mojado, siento cada uno de mis cabellos cual capa sego-viana abrigándome en agosto. ¡Oh tormentos furiosos!, que peores no ha de haberlos en el Tártaro. Bajo la linea de flotación de nuestro barco, asomado al abismo de estas aguas, descubro la vida informe que mantiene el río. Muévense aquí y allá imprecisas formas que adivino peces bajo la turbia cortina de las aguas más profundas y, de vez en cuando, amigables o burlones, bufeos grises y adelfinados dejan dorar su lomo resbaloso sobre las superficies quietas de este mar de agua dulce. Confundo troncos que el río arrastra con espantables caimanes al acecho, cocodrilos de costra renegrida. De tiempo en tiempo, cuando el barco se aproxima a las praderas de gramalote de las orillas, nubes de fieros mosquitos nos invaden y tórnase entonces la vigilia sueño y el sueño nácese pesadilla de muerte, tortura infernal a la que nos somete la madre naturaleza.

Sueño es este en el que nos encontramos. Caronte dirige canoas, chatas y bergantines, dando el último servicio a nuestras almas. Sin sol que la abrillante, la superficie del río, inmóvil, hácese gris y turbia, pesada lámina de metal que nos aprisiona entre sus orillas. Cautivos somos aquí de una naturaleza libre, salvaje y despiadada. Soldados hay entre nosotros que, habiendo conquistado imperios con su espada, no osan mirar sin temor y reverencia las aguas profundas de este río ni escuchar de igual manera los sonidos indescifrables que nos llegan desde las selvas. Son de tal naturaleza estos sonidos que ponen espanto en quienes los oyen. Gritos y [-81;82-] rugidos, pero, sobre todo, cantos armoniosos que esconder deben, a no dudarlo, el lenguaje secreto de enemigos despiertos y al acecho. Los oigo y los escucho a pesar mió, pongo atención y celo en descifrarlos. Quédaseme en ocasiones la mente en blanco y resuenan entonces en mi cerebro próximos y amenazadores. ¿Qué extraños seres podrán producirlos? ¿Qué sirenas escondidas posarán sus cuerpos de aves entre los árboles tratando de atrapar en las redes de sus cantos nuestras excitadas almas? ¿Quién buscará nuestra perdición en estos montes tan espesos y querrá conducirnos al averno entre la enmarañada naturaleza de estas selvas? ¿Qué invencible marañen no ha de sentir pavor en este momento, cuando el aire quieto y las aguas inmóviles de este río nos han dejado a la mano y hecho fáciles presas de los desconocidos monstruos que nos vigilan y persiguen?

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p. 89

"¡Cuán anchuroso es este rio de los Marañones!". "De las Amazonas", corrígeme Pedrarias. Si hemos escuchado el canto de las sirenas de los Motilones, doy ya por cierta la existencia de las amazonas. Nos enfrentamos a un extraño mundo que sólo conocieron, tal vez, los griegos antiguos que escribieron las leyendas.

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p. 92

Ha estado —lo sé— tratando de nuevo de sus asuntos con Montoya. Va y viene, pero nada me dice. Sabe que sospecho, pero está seguro de contar conmigo en el momento en el que me necesite. "Ya sabe vuesamerced. Ocúpese de enseñar a Elvirica los rudimentos del latín", me aconseja. Tiene en mucho Lope el conocimiento de las letras, y me ha dejado por encargo sacar a Elvirica latiniparla antes de entrar en los dominios del Dorado.

 

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p. 100

El río cambia, según me ha dicho este Alonso Esteban. “Ahora lo ve vuesamerced remansado y lento, mas cuando, de aquí a pocos meses, lleguen las grandes temporadas de lluvia, ha de crecer y enfurecerse. El río cambia continuamente” Me recuerda a Heráclito este piloto.

 

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p. 108

Es, sin duda, el mejor pueblo que hemos hallado hasta el momento. Pero nada más. (…) Machifaro. Después de meses de navegación por este río de Caronte suena este nombre en mis oídos como anuncio de paraíso.

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pp. 113-114

Tiene razón Aguirre: memoria y sueño se confunden. "Venía a hablarle —me dijo— de aquel romano que, siendo hijo adoptivo del tirano César, levantóse contra él y lo asesinó, queriendo salvar a Roma de la dictadura de un solo hombre. ¿Qué piensa vuesamerced de este personaje?". Me hablaba de Bruto. "¿Qué he de pensar —le dije—, sino que sacrificó el amor filial que por Julio tenía por un ideal superior con el que se había comprometido? Si hubiera sido vencedor en esa historia, hoy hablaríamos todos del libertador Bruto y no del tirano traidor cuyo retrato dejaron en la ignominia los historiadores del imperio". A la luz de la vela noté cruzando un rayo de satisfacción en sus ojillos. "Nada más que esto quería saber y con esta respuesta me doy por satisfecho", [-113;114-] me dijo a guisa de despedida y, a continuación, sin esperar que yo le respondiera, salió de la cabana. Me hubiera gustado seguir conversando sobre el tema por el simple placer platónico de la conversación. Los epicúreos sabían bien de estos placeres: una mesa, algunos platos, vasos colmados de vino y una conversación amena y agradable en un ambiente refrescado, mientras, a lo lejos, casi imperceptible, una música deleitosa embarga nuestros sentidos sin estorbar el constante rodar de las ideas. Pero Lope no es precisamente un epicúreo. Es un hombre de nervio, no de placer. Un hombre de acción con ideas claras que dirigen su vida.

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p. 117

(…) el río cuyas aguas son tan negras que dan espanto. El río del infierno, lo llamaban algunos. El mágico Leteo donde navega Caronte y nos espera.

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pp. 139-140

Como Ursúa, era García de Arce de gran soberbia y en Lope de Aguirre nunca respetó las canas de su barba, que cuando no se refería a él como “el loco Aguire”, llamábalo “ese Aguire” o “el vizcaíno cojo que saben vuesasmercedes”. Dolía le mucho a Aguirre este último apelativo, que sigue teniendo en alta estima su cojera, “pues dice tanto de mi bravura como el vaciado ojo de Aníbal diría del valor de aquel general cartaginés”.

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pp. 148-149

El sevillano [don Hernando de Guzmán el Bueno] tenía a Lope por un pozo profundo de sabiduría y experiencia, y el vascongado se esforzaba en mostrar con habilidad la sutileza de sus argumentos. Recurría para ello, en ocasiones, a ejemplos tomados de los antiguos y, cuando no los encontraba a mano, sabiendo que don Hernando, a pesar de su cura, no era muy leído, los inventaba.

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p. 159

Hízolo así el padre Henao. Dijo la misa con todos los ornamentos. Antoñico, el paje que nos acompañaba, ayudóle en ella como monago, mientras yo me reía para mis adentros de los defectuosos latines de abate.

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p. 166

[Lope] Tiene una actividad frenética, desesperada. Viéndolo de cerca, infunde temor y respeto: pequeño, cojo, casi tuerto, con la mirada cruzada y penetrante de un demonio, flaco hasta lo imaginable y con las bardas hirustas y desordenadas: un tigre de Hircania al acecho, un león en espera de su presa.

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p. 189

Llovieron sobre ellos [los mayordomos de palacio: Migul Serrano, Gonzalo Duarte, Baltasar Toscano] puñados y patadones, y, en el momento mismo en el que el príncipe parecía dispuesto a exigir una explicación o a implorar por los traídores (los ojos de éstos no se apartaban, en ningún momento, incrédulos, del rostro demudado de don Hernando en una sorda e inaudible súplica), comenzamos todos a darles cuchilladas y cortaduras. Como César caido junto a la estatua de Pompeyo con el rostro cubierto por la toga, cubriose el príncipe el suyo con las manos, por no ver lo que, a sus pies, bajo el trono mismo que él se había hecho levantar, estaba ocurriendo.

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p. 192

(…) Pocos sabían por qué estaban convocados, y ninguno imaginaba que el príncipe don Hernando había muerto. Apretujábanse unos contra otros, entrechocaban, y, debido a la torpeza de los movimientos en la oscuridad o a causa del sueño, más de un soldado cayó al suelo provocando la risa de los demás. Era un remate de comedia en la representación de un drama. ¡Y qué drama! ¡Qué tragedia, más bien! El rostro de Lope, iluminado a la luz de las antorchas, despedía, por sus ojos, destellos luciferinos como rayos cargados de muerte en la oscuridad de la noche. Poco a poco, la presencia del vascongado fue imponiéndose. Estuvo brillante aquella noche. Su cuerpo mezquino, recubierto con todas sus armas, se agigantaba hasta alturas de epopeya. Era un caudillo bárbaro al frente de sus hordas, un Alejandro, un César, un Atila, un Aníbal, en fin, dispuesto a conquistar Roma y reducirla a sus cimientos. ¡Jamás me he sentido más dichoso! ¡Nunca tan orgulloso de mi amigo!

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p. 199

¡Qué viaje el que hemos hecho! Nunca fuera tan castigado por Neptuno el gran Eneas. Nunca tan grandes aleajes había visto, tanta furia en los vientos, tan indefensos a los marañones.

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p. 200

(…) ¡Y en qué apuros no nos vimos los demás! A punto estuve, en un momento, de ser arrojado por la borda por una inmensa ola que barrió por completo la cubierta y, de no haber sido por que estaba atado, como Ulises, estaría haciendo ahora compañía en los infiernos a quienes, saliendo de la boca de tan espantable río hacia este ponto de tinieblas y locura, fueron tragados por las aguas con su carga sin que nunca más volviéramos a saber de ellos.

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p. 201

(…) No fueron pocos los días que dejamos nuestra ración para que ella comiera. Lope también. A diario. Esa era su primera preocupación. A veces, veía yo al vascongado, con la mano en la empuñadura de la espada, siempre atento, apretar sus dientes (los pocos que quedaban en su boca cavernosa) con fuerza para aguantar el hambre. ¡Qué resistencia sobrehumana la de este titán! No dejo de verlo todavía, sin dormir, al acecho, paseando por cubierta o atento al farol del bergantín de Martín Pérez. Atento a todo. Pensando y repensando, una y otra vez, sus planes y proyectos, calculando la fidelidad y la fuerza de cada uno de sus marañones, sospechando de todos y desconfiando. El solo, cada vez más solo.

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p. 204

Desde cubierta oteo el horizonte. Hay un caminillo de tierra que, serpenteando entre hierbas, arbustos y matorrales, empínase sobre una suave ladera para perderse, más tarde, en el horizonte. Allí donde se pierde está la casa. La que la Torralba señalaba ayer a la Elvirica antes de que llegaran los hacendados. Es, a fe mía y calculando a la distancia, grande y amplia, de buena fábrica de ladrillo rojo y, según creo, con cimientos de cal y canto o, tal vez, de sillarejo. Tiene, a su lado, un e-norme corral con vacas. Razón de más llevaba la Torralba al afirmar que era casa de hombres ricos. No es mala esta isla, a lo que parece. Abundan las palmas y cocoteros, y, en sus cerros, grandes arcabucos sombrean el sotomonte, donde —¡por Cristo vivo!— han de pastar enormes rebaños de ovejas. Respirase, además, un aire dulce y picante que hace de la Margarita la Arcadia que yo soñara hace algún tiempo.

¡Al diablo con mis sueños! ¡No he de detenerme en contemplar esta belleza! Volveré a mirarla con otros ojos, que, en esta odisea que hemos emprendido, ha de esconderse Circe en tan bucólicos parajes. ¡Vade retro! ¡Vade! [latín]

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p. 214

(…) "No son consideraciones morales las que así me mueven a aconsejarle, señor de Aguirre —le he dicho—. Son consideraciones políticas y de naturaleza práctica. Sin estos hombres nada podremos hacer por conquistar el Perú y poder ganar, así, para ventaja de todos nosotros, la libertad. Sacrifiquemos a ella cuanto tengamos, amigo mío".

Me dice que soy muy blando y que nada entiendo de las cosas de la guerra. "Recuerde a César, a Sila, al mismo Octavio", le sugiero entonces. Calla por un momento. Me mira. Un rayo de furia, fulminante, le baila entre los ojos. Levántase del banco de madera en el que estaba sentado. Se revuelve como un león por esta pieza del palacio de Villandrando.

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p. 240

(…) Siento cómo la lluvia empapa la tierra. Veo a las lombrices abrir caminos y galerías entre el barro. A las hormigas refugiándose en sus cavernas. Lo veo todo. Lo huelo todo. Lo escucho todo. Lo siento todo. Estoy en todas partes. Ahora soy, en verdad, yo mismo. Ego sum qui sum. ¿A qué puedo aspirar después de ser?

Animula vagula, blandula, hospes comesque corporis. Alma pura, sin cuerpo. Pequeña y pura. Vagante y débil, tierna e inquieta. Liberada del cuerpo del que fuera huésped y compañera, permanece siendo, sin estar, simplemente siendo. No hay otra realidad. ¡Oh, cuánto tarda un hombre en descubrir la verdad! La verdad que está más allá de sus sentidos, más allá de su razón. Corta Aguirre con su espada mi cabeza. Lo hace con cuidado, como si de un rito se tratara. Hálame de los cabellos (¿puedo decir aún que son míos, que me pertenecen?) y, de un tajo profundo y fuerte, separa la cabeza del cuerpo. Sin dolor, la siento ajena. Un objeto más en el espacio. Es mía, en embargo. Aún están ahí las cuencas que mis ojos ocupan y a través de las cuales veía el mundo y observaba a los hombres. Non omnis moriar multaque pars mei vitabit Libiatinam... Quedaré en su obra, en lo que Lope haga de ahora en adelante. Con una larga tira de cuero casi crudo sujeta mis cabellos. Ata ésta a su cinturón, y ahora mi cabeza descuelga junto a su espada. Seremos uno: Lope y yo. Atado estaré por siempre a su destino.

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p. 242

(…) Todos contra nosotros. Todos contra la libertad. Los esclavos del rey se revuelven como perros rabiosos contra quienes luchamos por su libertad. "Yo bien sé que me tengo que condenar —grita Aguirre a sus soldados, apurando su marcha hacia Barquisimeto—, pero en el infierno no tengo yo que entrar con la gente bajuna, sino con Alejandro, con César, con Pompeyo y con otros principes del mundo". Es, sin duda, de su mismo temple, mas ha tocádole vivir en un momento poco propicio para los héroes. Hoy es el tiempo de los Collados y de los cobardes, el tiempo de los oidores, el de los soldados fieles a los reyes y mansos como palomas.

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