Herminio Martínez
Diario maldito de Nuño de Guzmán,
Editorial Diana, México 1990
pp.10-11
Escribo en mi nave, la Doña Juana, desde donde gobierno a toda esta laya de mulas de remonta, distribuidos que van en El Emperador y en La Andaluza, bajeles de excelente calado. En los tres van quienes visten de simple bayeta y los de escarcelas hasta los culos; los mofletudos de sangre espesa [-10;11-] y los que saben de molimientos de cuerno de unicornio para levantar lujurias alicaídas; los que calzan zapatos de tafilete; los de gastadas suelas, cuya única fortuna es el estipendio de la buena fe con que van conmigo o su inmensa esperanza de caer parados en cualesquiera maromas de la madre fortuna; vaya, los que entienden de clisteres y demás apechusques de botiquería; los peritos en escalar contraescarpas de edificios, farallones, muros y abismos de insondables hondones; los de natural fogoso que mucho joden con el estribillo ese de que cabe la isla de Cuba hay un lugar estupendo por sus muchos árboles y mullida hierba, adonde, dicen, salen a broncearse la cola las doncellas marinas que son las sirenas de Plinio el Viejo y otros maeses de remotas edades;(…)
pp. 12-13
De oro era la lija de los talones castellanos, tanto o más que los barandales desde donde veíamos perderse, en un espacio sin fin, las últimas lengüetas de la tarde, arrobados por un éxtasis que, ¡carajo!, entonces se me antojó semejante al de aquel emperador ante el incendio de Roma, de quien dijo el cronista: "Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía". O al de Jean Clopinel, repasando los dieciocho mil versos de la epopeya en que narra el asedio contra las fortalezas de Danger, Peur y Honte, antes del heroico rescate de Rosa y Bel-Accueil... Idolos de oro éramos, con mostacho y barbas cerriles. De oro todo el mes de mayo echado a retozar a las planicies de nuestra imaginación, tan acrecida, tan desbarrancada. Un mayo delirante; un horno para los damasquinados y los yelmos; las vituallas y los chillidos de fierros al apagarse en esta superficie líquida por la que tantas veces ya han ido y venido aventureros y almirantes; conquistadores y capitanes, no precisamente de mayores bríos que nosotros. De oro eran las voces con que monologábamos allá en los antros del ser. De oro los calabrotes y los campos del firmamento poblándose por la maleza estelar que ahora evoco al abrir con mano recia esta Relación de [-12;13-] mis servicios, cuando ya han transcurrido cuatro semanas de nuestra partida y yo sigo con el pie en el estribo de honrar a la flor de mi estirpe —la de los Guzmanes de León— y a mi Rey, señor de señores, muy alto Príncipe y Divino Emperador, como sólo otro Julio César lo haría.
p.16
Sigo anotando: también van aquí, y únicamente por no dejar, unos murcianos que se dicen especialistas en secreto de crisopeya. Y no es que piense, como Colón, que allende La Española, en un pleamar imposible de creer por su muchas afloraciones minerales, se hallan las Cólquidas, la verdaderas, de que ya nos hablaron asaz preciosamente lo antiguos. O que al sur de Cuba está la nación de Ofir, de donde el rey Salomón sacaba sus riquezas.
p.19
(…) En fin, todo eso y más veremos antes de asumir nuestro cargo allá en las provincias de la Nueva España. Cosas como las lluvias de Bramantia, que, según quienes las han visto, caen en forma horizontal y no son de agua sino de menudas plumas. O los remolinos de los cayos de Ardelia, en cuyo fondo brilla el magma del mundo. Quizás veamos bajar entre las estrellas las naves redondas de los pleyadinos, hombres sabios y buenos que nunca mueren. Y encaramada en su alcornoque de cristal a la doncella caníbal de Linantoca. O los enormes ríos de aguas dulces que surcan el mar de las contradicciones, muy más allá del de los Sargazos; muy más acá del de la Nación del Eco. A lo mejor, de veras, antes vamos a ver a los niños galos de Kreotene, lugar que Colón ubica en los alrededores de Cuba y el abate Jordi de Panzacola en un islote llamado el Jagüey. O a las mujeres sin ojos de Efelburria, las cuales tienen una sola teta que les pende a la mitad del pecho, y no da leche, sino jugo venenoso, como de mala hierba. O a los gigantes exodontes de Shire, que, al envejecer, se vuelven cedros. O a los hombres nereidos que, según afirmaciones de Plinio, son en todas sus partes idénticos a nosotros, sólo que están cubiertos de escamas y viven en los abismos del océano.
pp. 24-25
Sé que llegaremos, Nuño. La arribada ha de darse. Tiene [-24;25-] que darse, porque donde no hay harina todo es mohína y el almiar de la zozobra ya arde con vastedad en la mayoría de nosotros que sólo fardos y ánforas vacías vemos en los camaranchones de los tres bajeles. Seremos obra de treinta o cuarenta los que realmente conocemos qué tan grave es nuestra situación actual en la que yo, como oficial del Rey, me siento el Palinuro ese que, dice Diego Martínez, significa el que orina dos veces, más que el piloto de la nave Argos de aquellos tiempos en que los dioses convivían con los hombres para embarazar a sus hermosas mujeres señalándoles el mons veneris con una vara de silfio, o hablándoles con la voz de un conejo o nada más mirándolas con ojos de fuego sacro.
pp. 26-27
Rojo era el uniforme de los ujieres y las bragas de los pajes que nos ofrecían entremeses de queso y aceitunas en bandejas de plata. Rojos los gorros de seda de los chiquitines que, disfrazados de querubes sin plumas, nos iba repartiendo palillos de oro para que pincháramos en las fuentes o se nos inquietaran los ánimos en presencia del rútilo metal, por indicaciones precisas —me atrevería a jurarlo por la madre [-26;27-] que me parió— del propio Rey, que bien sabe cómo gastárselas en materia de banderías de piel azul y demás estirpes cuyo menester no entraña más molestia que la de esperar a que la fruta les caiga ya peladita y en la boca, como a los habitantes de Arcadia.
p. 30
El Emperador, barco de mi propiedad, espero a sus compañeros, muy bien embetunado, en el muelle de Sanlúcar para cuando fuese llegada la hora de partir. Roja, muy roja era la hipocresía de los gazmoños que se mostraron atentos conmigo en cuanto Don Carlos dio a conocer públicamente mi nombramiento; y más roja aún su labia al felicitarme con la ponzoña escondida de su celo y la zalamería a rabiar de sus viles personas. A estas horas han de seguir deseándome borrascas y remolinos que me arrastren al fin del mundo, o aunque sea a uno de tantos sitios fantasiados por Cristóbal Colón, para que nos devore alguna sierpe de mil tetas o nos vuelva marranos alguna Circe de aquendos aguadales.
pp. 42-43
También llegamos a otra isla poblada solamente de lagartos. Fue ahí donde, al correr, me di un porrazo en el codo, el cual, me ha dicho el matasanos Gándara, en dos [-42;43-] días estará listo; ¡bah!, pero esto no tiene la menor importancia, que yo soy como el amor de madre: no me fijo en chingaderas. Y ya que en éstas proseguimos, cabe recordar que en sus Relaciones de la garúa e fulgor de aquendos mares, Antón Morales menciona la tierra de Yayiffe, en la que vio unos niños dormidos, también de nuestro color. Y habla de las maravillas de Ciclónea, la patria de los vientos y las tempestades; algo así como la Eolia del romano Virgilio. Se preguntarán, los que alguna vez lean estas mis pergeñaduras, que cómo es que sabía yo tantas mentiras sobre los mares de la perdición; la respuesta está en que durante todo aquel tiempo que viví en Guadalajara, entre lo coscolino y lo lebrón, me eché al pico cuanta lectura acerca de estos temas circulaba entonces.
p. 47
No exagero al afirmar que hemos superado ya algunas de las más célebres hazañas de Julio César y todas las aventurillas de Hernán Cortés, que, de acuerdo a su lengua viperina, estuvieron muy llenas de hechos notables y no menos gloriosos. ¡Sí, tú! ¿Y tú nieve de qué sabor la tomas? Espero verte pronto, mandamás de cachiporra.
p. 49
Hablo aquí de las tétricas selvas y los temibles valles en que —contó Juan Gaviero, dicho sea a lumbre de pajas— habitan unas generaciones de pelo, cola y lomo de rata, que se nutren solamente con las brisas que les llegan del Norte, muy odoríferas a maderas frutales. Y digo lo del golfo de Oprorcia, donde es reina y señora la cíclopa Tiffi, harto mencionada por Vespucio en su famosa carta De escaramujos, fuegos y lugares fragosos, o Arte de nordesteary norues-tear donde se acaba el cielo del mundo, como también es conocida.
p. 53
Cuando, por avatares del destino, el navegante piamontés Aldo Galieri llegó al puerto de Lisboa con unas barbas crepusculares y mal tapándose el garrido cuerpo con un traje de fiera, no poca fue la gente que huyó al mirarlo, confundiéndolo con Poseidón o algún otro habitante de allende las Columnas de Hércules.
pp. 67-68
(…) Me siento como nunca me he sentido aquí, [-67;68-] viendo pasar nubes hacia el mar, rodeado por mi escolta de leales, quienes están enterados de estas anotaciones que hago para lo de mi relación, y que tal vez van a hallar su fin en alguna fogata o en los dientes de los roedores, lo cual me tiene sin cuidado, ni dudo que así propio pueda acaecer, que sólo los tontos no dudan, y, además, sé bien que en estas grescas de redacción se ha de escribir con aseo y propiedad, lo que mayormente me falta a mí, y que la primera frase la da Dios, las que siguen el tiempo y la última el autor, de donde vengo a sacar que lo mío nunca cuajará como obra de arte, por lo natural, rudo y simple de su estilo, amén de que —¿lo dijo Aristóteles?— todos los géneros son buenos, menos el trapajoso, en lo que lo mío huelga, me parece; y no pretendo tampoco sobajarme ante ningún cretino retórico que viniera a decirme: la espiga llena se inclina, la vacía se levanta, pues mis intenciones nunca fueron ni serán las de ser humilde, sino que en mi vida caudalosa, tan echada a la tremenda, más di con mocho de arcabuz que con pétalo de rosa; más con vocablo punzante que con voz zalamera; y siempre fui y soy el mismo crudo que dicen aun los que me acompañan y acompañarán a tomar la derrota de México, en gran copia de gente avezada en lo uno y ambiciosa en lo otro, que ya oigo atronar en pos de mí, cual artillería de aguacero montes, en collaciones y avances, llamas y vocerío, que así es como me visita a mí el pensamiento de partir hacia el valle que le dicen de Anáhuac.
Guzmania ha de nacer aunque les pese. Guzmania ha de refulgir en calles de oro, las cuales servirán de sol a todo el género humano. Por supuesto que agora es solamente un decir que me anda a vuelta y vuelta y me estalla en la boca. Un proyecto que a muy pocos les he confiado. Será una República cuyo poderío naval y terrestre superará al de cualesquiera de las naciones europeas o asiáticas, ya lo dije, que se jactan de su grandeza, y a las que la fama les ha dado el nombre de intocables.
p. 82
Hagamos que reímos, de dientes para afuera, se entiende. Participemos de la faramalla, que al menos ha de servir para conocernos. A varios se les nota que son verdaderos sacos de problemas a los que hay que coser con aguja de arria. Sí (esta arria es de recua, no de Arria la romana aquella mujer que para darle valor a su marido condenado a muerte por Claudio, se hundió un puñal en el pecho y sacándoselo después se lo entregó al esposo, diciéndole: "Poeto, non dolet") [latín].
pp. 83-84
(…) Pues vengo a combatir lo descarriado en el real nombre y a quebrantar la brava fama de que él alardea, principalmente al referirse a la quema de sus naves, las cuales, afirma Juan Peláez, doctor en ambos derechos, más bien fueron naufragadas por tan roídas de broma, [-83;84-] y que jamás ardieron ni hubo ese heroísmo de parte del altanero general, ya que todo fue una patraña del, quien quiso deste modo parecerse más a Agatocles y otros capitanes (como Timarca, jefe de los etolos) que sí entregaron al fuego sus bateles, o por haber mayor disciplina, o por ostentarse de varones señalados.
p.86
(…) Yo escribo en mis apuntes cuanto veo y oigo en esta ciudad de casas con taraceas muy hermosamente ejecutadas y meandros de laberintería puestos ahí por hábiles artistas. Todavía quedan hartas viviendas al estilo de las del imperio que trastocó España con el bochinche del marqués y demás Agamenones que lo acompañaron a la toma de Tenochtitan.
p. 104
Los franciscos (Panchos llamémosles hipocorísticamente hablando) harán hoy un rosario viviente y aun una penitencia pública, dizque para qué Dios nos absuelva y se digne no volvernos a castigar de ese modo. Lo mismo hicieron en el Mar del Diablo, ¿y qué?, de todos modos anduvimos a la deriva, de aquí para allá y de allá para acá, subiendo y bajando como calzones de ramera, tan vecinos de la muerte que ni Eneas, bajo los feroces vientos de Eolo, supo lo que era la inminencia de la aniquilación absoluta.
p. 128
(…) Vuelvo a ver las fugitivas torres de Guzmania desde cualquier callecita en que me veo sonriente, rigiendo mis estados, como la tempestad que es mezcla de agua y fuego. Así yo. Todavía es entelequia, pero pronto será verdad; verdad en toda la plácida lisura del término, y la verdad es la verdad dígalo Agamenón o su caballo; dígalo yo o Calzoncin; Zumárraga o Juana la Loca; (…)
p. 132
Todo esto hago en México antes de ir sobre Michoacán, con tantísima gente que marchará conmigo hasta que mueran de enfermedad, dicen, o los maten, que a morir y matar vamos, como César y sus valientes tras cruzar el Ruvicón.
p. 133
Ahora mismo estaba a punto de ordenar el prendimiento de un tal Jeremías Lemos, natural de Guadalballote, quien se ha sentido poeta en estos días, ya sea inspirado por la sin par hermosura de estos tremendales, o porque ya de nacencia sea un mentecato, un soso, un gandul, un ganapán, como lo son todos los poetas, y ha compuesto en honor mío ciertas estrofillas, tomando como pie un conocido romance castellano, que yo me sé desque fui colegial, cuando el mitrado colérico y yo recibíamos clases de lengua española, latín y griego, a más de ciencias y artes, de un seco maese Ramiro, que después murió por propia mano, poco antes de que en Avila se estableciera la Santa junta, con el propósito de restablecer el estado de derecho determinado por los fueros de Castilla, cuando nosotros, mis hermanos y yo, nos la jugábamos en las huestes realistas... ¡Qué tiempos! ¿De qué años hablo? 1520. Sí. Año de mil quinientos veinte.
p. 141
Entre carcajadas y no me aprietes allí, pendeja, porque me dejas chiclán, les conté lo del Mar del Diablo con sus naciones hipocorísticas, y ellas se divertían como locas, bellísimas y todas mías, sólo mías y nada más que mías a esa hora en que mi compadre Aviles, Diego Martínez, Avalos, Garcés y Ponce ni se las olían de lo que estaba haciendo su Presidente y amigo, por estar en el juego, con el prestamista muy al alba por si alguno dellos necesitaba doblones. Siguieron en lo suyo y yo en lo mío, con ellas, cuya edad me hizo estremecer hasta la raíz de mi sangre, que viene de 1485, allá en Wad-al-Hidjara, Guadalajara hermosa, perla del extinguido reino moro de Toledo, donde los siete que fuimos de la unión de Hernán y Magdalena, oteamos el sendero de nuestro particular designio y a mí, ¡heme ahí!... Con ellas, oyéndolas decir todas las gracias de Demetrio Aguilar de la Mora, cerdo y bandido peor que ciertos funcionarios venidos a últimas fechas con la política de quítate tú para que me ponga yo, pues presta sin fiadura, pero a un interés que sobrepasa a los ángeles de tan alto. Me contaron que a ellas no íes beneficia en nada el encaje del coime, ya que su trabajo de servir en el negocio es por una raquítica mesada. Yo les respondí que las llevaré conmigo en busca de Calafia y de la Cólquida; ellas replicaron que no, porque se pondrían celosas, muy celosas de su Presidente gavilán que tan sabrosamente inventa manoseos nunca antes vistos ni sentidos. "¿Pero celosas de qué o de quién?", les dije. "De Calafia y de esa otra que se llama Cólquida", respondieron y yo me reí mucho y me rasqué el pecho y me jalé las barbas de tanta risa que me dio en oyéndolas hablar así, en lo que vine a saber que aquella su inocencia era sencillez más que ignorancia.
p. 145
Digo que Aguilar ha mejorado su existencia en esta república gracias a que yo me he hecho el desentendido ante el obraje de su luenga manga para la logrería y el abuso, y no porque el tipo en realidad represente algo para mí, sino más bien por agradecerle el don que me hizo —¡por la peana se adora al santo!— de la Cleo y la Dominga, a las que ya tengo en el personal doméstico de mi servicio, sólo que ellas gozan de otras prerrogativas, muy de su agrado y el mío, ¡oiga usted!, siquiera mientras partimos, que ido a lejanas tierras no he de volver a mirarlas, ya que definitivamente no irán conmigo, pues decidí no exponerlas a lo climatérico y riesgoso para lo cual mi pecho fue forjado con encina y triple bronce, como en el verso de Horacio. Mujeres donde quiera ha de haber y en cualquier parte hallaré la ocasión y el tiempo para despacharme una o dos, según me lo permita el azar.
p. 148
(…) Y sobre ésto huelgan los ejemplos en la historia y aun en la literatura, siendo uno de los más conocidos aquel en que el Rey Rodrigo perdió España por culpa de sus debilidades por la Cava Florinda, a quien a todas horas y en todos los sitios se la andaba tirando, de manera que cuando arribaron los moros a Toledo ni trabajo les dio tomar el Palacio de Hércules, y hacer huir al infeliz godo hacia el monte, a que corriera la suerte por barrancas y somos de crestería, hasta que halló al eremita que lo oyó en confesión y le dio penitencia de que fuera a acostarse con una víbora venenosa que había en el pozo del morabito.
p. 151
Anuncian que Cortés vendrá de un día para otro a gobernar su marquesado, el cual abarca desde Cuernavaca, Oaxaca, Tehuantepec, Colima, Zihuatanejo, Zacatula y quién sabe cuántas lejanías más. Nada más que cuando él rija tan vasto territorio, yo andaré en mi Cólquida, en pos de la ilusión que me maltrajo por la mar bravia hasta tierras de Panuco y después aquí, donde por malquerencias no adolezco y de donde en un parpadeo puedo partir... Estaré en Michoacán o a lo mejor en los brazos de Calafia, de quien se dice que de sus grandes tetas mana una agua dulce y de buen aroma, que prolonga la juventud, ¡óyeme! O quizás habré muerto bajo una llovizna de flechuelas y aun por arcabuces traidores, y no me extrañaría si así fuese, que bien sabemos que los peores enemigos salen de los amigos, como algunos que conozco y todavía piensan que no sé sus cuestiones.
p. 154
(…) ¡Mira qué par de matreros! Y pensar que fui yo quien los trajo de oidores y el que les consiguió, a cambio de su buen comportamiento, las tres haciendas de Huatusco. No sé qué voy a hacer con ellos. Algo se me ocurrirá en el transcurso de los días. ¡Malagradecidos! No en vano dicen que dijo Cicero: veri amici rari sunt [latín], porque eso es exacto: raros son los verdaderos amigos, y éstos se conocen no sólo en la cárcel y en la cama, sino más en la guerra, he aquí un ejemplo.
p. 156
(…) El campo era virgen, pues. Fácil de conquistar... Imaginóme cómo se vio este lago durante las reyertas. ¡Doscientos mil cadáveres son muchos! Los veo allí flotando o puestos de muralla en los embarcaderos, frente al agua hecha brazo de mar, pero del mar de la Iliada, de aquél, sí, que era del color del vino, a mor de muertos, y al vino me atengo yo para continuar este relato que a veces siento tedioso, haciéndome pensar que nadie lo va a leer, lo cual, por otra parte, me tiene sin cuidado, porque ésta (la mía)no es ninguna crónica que busque el renombre, sino una simple memoria de efemérides, sucesos, incidentes y fenómenos celestiales como el que anoche vimos cuando se iluminó el universo con una estrella gigante y derramada que hizo pensar a muchos en el próximo fin del mundo, rendija mental que aprovechó bien el obispo para llamar a rebato y celebrar misa solemne y desbordarse contra mí.
pp. 160-161
(…) Y digo soldados de la gloria porque así es como nos veremos algún día: sentados entre gasas, crespones y borlas de verdes oros, allá donde ha de ser nuestra seede, cuando ya no existan engorros de miedo [-160;161-] que desengorrar ni geografías de Cólquidas o Quersonesos que reconocer.
p. 163
(…) Y con licenciados mejor no te metas porque salen en tus cueros, como en correas, más que en cueros, salí yo la vez que tuve necesidad de acudir a uno de ellos en Madrid, por los asuntillos de una herencia que iban a birlarme mis parientes de Getafe, y de mayor provecho me hubiera sido el que ellos se la quedaran, sólo por no tener que sufrir las ardides retoricoparlantes y demás sinvergüenzadas del dicho abogado que contraté para la mi defensa y servicio, pues allí supe que sí tienen los de esa jaez más uñas que un gato, y que Catón habló bien al decir que sólo sirven tales profesionistas para poner en mal a los hombres contra las mujeres y a los hijos contra los padres; o desfacer amistades y distanciar compadrazgos, ¡válgame!
p. 167
(…) Aquí hay palos de una gran altura y hermosos íbices (?) en cuyas cornamentas relampaguea algo brillante como de vidrio. Los Guevara alegan que son venados del infierno, ¡bah!; mientras otros, que animales fugados de la mitología. Yo los dejo que divaguen; que elucubren; que opinen; dándoles por su lado por no contravenir a nadie ni interpelar sus juicios, que yo bien sé que en mezcladas voluntades engéndranse pasiones más que ideas y sanos razonamientos.
p. 169
En la guerra no se tiene piedad. Simplemente hay que marchar sobre los frentes enemigos, y ya. Todo ésto, cueste lo que costare. Si lo sabré yo que he paseado mi entendimiento por lecturas y buena plática. ¿No lo hicieron así Alejandro, Julio César y Aníbal? De tales varones tomo yo el ejemplo, válgaseme la osadía. Y si César no fue capaz de fundar una Cesárea para su nombre ni Aníbal una Anibalia, yo sí lo haré un día en Guzmania, de cuyo prestigio se hablará en todas las cortes europeas y hasta el mismo Romano Pontífice, que es el padre de la cristiandad, querrá venir a conocerla para darle diócesis y a mí una bula de indulgencia plenaria.
pp. 193-194
Así que mejor se van a donde Zumárraga y nos dejan disfrutar de la vida a nuestro modo y manera, ¡eh! Yo nunca voy a volver por mis pasos a someterme a un juicio de residencia. ¡No! Antes bien seguiré adelante en busca de la [-193;-194-] Cólquida y de las Amazonas de los decires.
p. 194
Aun seguimos a la espectativa de los batallones que, dicen, ya vienen en camino desde Cuitzeo, Acámbaro y aun un lugar lejano dicho Huatzindeo; que vienen a matarnos en copia de cien mil, a las órdenes del hermano menor de este Francisco Calzoncin, un mentado Ziriri, el cual formó tal ejército con tribus chichimecas y ahora avanzan hacia nosotros, ¿será? Por las dudas iremos con un ojo al gato y otro al garabato. Podrían agarrarnos desprevenidos. Y de llegar a tener guerra contra ellos, se me hace que va a ser una de las mejores batallas que por acá se hayan dado. Y ni las que Ruy Díaz hubo en los tiempos de la morería, superarán a ésta. Y ni las que ganó don Pelayo en las montañas de Asturias ni las de César en las Galias fueron de tanto renombre.
p. 204
En tales conceptos de hombría tengo yo al castellano ojiverde, desde la primera virazón peligrosa que hubimos en el Mar del Diablo, cuando nos íbamos a caer a un abismo, pero gracias a este hombre que se impuso sobre los timoneles de los tres barcos, pudimos salvar la vida. Digo que ahí fue donde Martínez se vio como el varón que era de no fácil domar y sí muy diestro en dar órdenes para ser obedecidas y acatadas sin rechistar, pues se metió donde no debía y aun se impuso sobre todos: pilotos, grumetes, marinos y timoneles que no sabían qué hacer con el huracán. Hasta a mí me espantó su arrojo. Y tal cual ha venido mostrándose a través de este tiempo que llevamos en liza: gran guerrero, digno de ser nombrado mil veces en cualquiera de las epopeyas de los antiguos.
p. 206
¡Qué inmenso va a ser el vasallaje de Guzmania! No habrá otro reino igual en todo el vasto mundo. Su fama será mayor a la de Constantinopla, Atenas y Roma juntas, ¡sí, señor! Ya sólo falta que demos con el sitio adecuado e indicado por el dedo de la imaginación para fundarla.
p. 215
Ni César contra Ariovisto, en Vesantio, conoció un arrancapescuezo como el que hoy tuvimos, solos, porque Diego Martínez y Diego Hurtado de Mendoza —a quien en México siguen dando por desaparecido— ya no regresaron de Colima. Lo último que supe de ellos fue que ya asentaron cabeza por allá, casándose con españolas naufragadas; y puede ser que hayan hecho bien, si su deseo era el de formar una familia y vivir en sosiego.
p. 216
Al último, ya cuando ganamos la acción, hicimos tal degollina entre los vencidos que, la nuestra, no va a ser conocida como la Cólquida del oro, sino como la Cólquida de los escarmientos, se me ocurre. Algo que llamó mi atención fue que los indios cantaban mientras combatían; algo verdaderamente jamás visto, como si una guerra se ganara con cantos, ¡bah!
p. 217
(…) Ningún caudillo tuvo la mano blanda, que yo sepa; y yo no iba a ser la excepción, cono de madre. Ni hoy ni nunca, que muchos han sido en la historia los lugares donde la sangre ha corrido tanto o más que este día. Pienso en Farsalia, pienso en Troya, pienso en Zama, pienso en Tenuchtitan, pienso en Numancia, pienso en Jerusalén, pienso en Cartago.