Carlos Fuentes

El naranjo

Alfaguara

México 1999

versión polaca

Las dos orillas

pp. 10-11

En realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas. Una muerte atroz, dolorosa, sin remedio. Un ramillete de plagas que me regalarpn mis propios hermanos indígenas, a cambio de los males que los españoles les trajimos a ellos. Me maravilla ver, de la noche a la mañana, esta ciudad de México poblada de rostros carcarañados, [-11;12-] marcados por la viruela, tan devastados como las calzadas de la ciudad conquistada. Se agita, hirviente, el agua de la laguna; los muros han contraído una lepra incurable; los rostros han perdido para siempre su belleza oscura, su perfil perfecto: Europa le ha arañado para siempre el rostro a este Nuevo Mundo que, bien visto, es más viejo que el europeo. Aunque desde esta perspectiva olímpica que me da la muerte, en verdad veo todo lo que ha ocurrido como el encuentro de dos viejos mundos, ambos milenarios, pues las piedras que aquí hemos encontrado son tan antiguas como las del Egipto y el destino de todos los imperios ya estaba escrito, para siempre, en los muros del festín de Baltasar.

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pp. 22-23

Caía el jinete; nunca, el corcel. Nunca, el castaño zaino de Cortés, ni la yegua rucia de buena carrera de Alonso Hernández, ni el alazán de Montejo, ni el overo, labrado de las manos, de Moran. No fuimos, pues, sólo hombres quienes entramos a la Gran Tenochtitlan en el 3 de noviembre de 1520, sino centauros: seres mitológicos, con dos cabezas y seis patas, armados de trueno y vestidos de roca. Y además, gracias a las coincidencias del calendario, confundidos con el Dios que regresaba, Quetzalcóatl.

Con razón Moctezuma nos recibió, de pie, en la mitad de la calzada que unía al valle con la ciudad lacustre, diciendo:

—Bienvenidos. Han llegado a su casa. Ahora descansen.

Nadie, entre nosotros, ni en el Viejo ni en el Nuevo Mundo, había visto ciudad más espléndida que la capital de Moctezuma, los canales, las canoas, las torres y amplias plazas, los mercados tan bien abastecidos, y las novedades que mostraban, jamás vistas por nosotros ni mencionadas en la Biblia: el tomate y el pavo, el ají y el chocolate, el maíz y la patata, el tabaco y el alcohol del agave; esmeraldas, jades, oro y plata en abundancia, obrajes de pluma y suaves cánticos adoloridos...

Lindas mujeres, recámaras bien barridas, patios llenos de aves, y jaulas repletas de tigres; jardines y enanos albinos a nuestro servicio. Como Alejandro en [-22;23-] Capua, nos amenazaban las delicias del triunfo. Éramos recompensados por nuestro esfuerzo. Los caballos eran bien cuidados.

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p. 32

Se dirá durante siglos que la culpa de todo la tienen siempre los tlaxcaltecas; el orgullo y la traición pueden ser fieles compañeros, disimulándose entre sí. El hecho es que, presentándonos con los batallones de los feroces guerreros de Tlaxcala ante las puertas de Cholula, Cortés y nuestra pequeña banda española fuimos detenidos por los sacerdotes de esos santos lugares, ya que Cholula era el panteón de todos los dioses de estas tierras, admitidos como en Roma, sin disunción de origen, en el gran templo colectivo de las divinidades. Los cholultecas levantaron para ello la pirámide más grande de todas, un panal de siete estructuras contenidas una dentro de la otra y comunicadas entre sí por hondos laberintos de reverberaciones rojas y amarillas.

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p. 35

Pero el sexo de Cortés resultaba menos sexual al cabo que su boca y su barba, esa barba que parece demasiado antigua para un hombre de treinta y cuatro años, como si se la hubieran heredado, desde los tiempos de Viriato y sus bosques de heno incendiado contra el invasor romano, desde los tiempos de la asediada ciudad de Numancia y sus escuadrones vestidos de luto, desde los tiempos de Pelayo y sus lanzas hechas de pura bruma asturiana: una barba más vieja que el hombre sobre cuyas quijadas crecía. Quizás los mexicanos tenían razón y el imberbe Cortés se ponía, prestada, la luenga barba del mismísimo dios Quetzalcóatl, con el cual le confundieron estos naturales...

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Los hijos del conquistador

pp. 74-75

El inacabable juicio de residencia contra tu padre y el mío en México por todo lo ya dicho: corrupción, abuso, promiscuidad camal, rebeldía y asesinato. Tú lo sabes: El juicio contra nuestro jefe nunca se resolvió. Quedó consignado en dos mil folios y enviado desde México al Consejo de Indias en Sevilla. Miles de páginas, cientos de legajos. La tinta se impacienta. La pluma araña. La montaña de pergaminos se sepulta para siempre en los archivos que son el destino muerto de la historia. No te engañes, di la verdad conmigo, hermano Martín: Dos mil folios de prosa legal fueron enterrados para siempre en Sevilla porque de lo que se trataba era de mantener el juicio irresuelto, cual espada de Damocles sobre las cabezas de mi padre y [-74;75-] también las de sus hijos, imbécil hermano mío, movido por la fatal gerencia de la fama y el lujo paterno, pero sin la astucia que al menos siempre acompañó los destinos de mi padre, su gloria pero también su ruina: ¿grandes ambas?

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pp. 88-89

Me paseo de noche, entre los fuegos de las hachas encendidas para celebrar a los descendientes criollos de mi putañero e insaciable padre, preguntándome por mi propia sangre, mi propia ascendencia, y mi descendencia también, ¿cuál será? Miro la piel oscura, los ojos vidriosos, las cabezas gachas, los hombros cargados, las manos callosas, los pies astillados, los vientres preñados, las tetas vencidas, de mis hermanos y hermanas indios y mestizos, y los imagino, ¡hace apenas cuarenta años!, ocupando sus lugares, acaparando las fortunas, desplegando el capricho, ordenando el sacrificio, ordeñando el tributo, recibiendo el oro solar en sus cabezas y disparándolo desde la punta de sus miradas altivas, venciendo al mismo sol, al oro mismo! Lo mismo que ahora hacen Martín mi hermano, y su camarada Ávila, y los pinches mellizos que hoy son bautizados en nombre del Dios que llegó a vencer a mi madre con un solo escandaloso anuncio: Ya no mueras por mí, mira que yo he muerto por ti. Cabrón Jesús, rey de putos, tú conquistaste al pueblo de mi madre con el goce perverso de tus clavos fálicos, tu semen avinagrado, las lanzas que te penetran y los humores que destilas. ¿Cómo reconquistarte a ti? ¿Cómo llamaré a nuestro tiempo próximo: reconquista, contraconquista, anticonquista, retroconquista, cuauhtemoconquista, preconquista, cacaconquista? ¿Qué haré con ella, con quién la haré, en nombre de quién, para quién? ¿Mi madre Malinche, sin la cual mi padre no habría conquistado nada? ¿O mi padre mismo, despojado de su conquista, humillado, arrastrado a tribunales, agotado en juicios banales y papeleos perversos, acusado mil veces, y castigado sólo por un juicio eternamente aplazado? Espada de Damocles, pedernal de Cuauhtémoc, estilete de los Austrias, todo cuelga sobre nuestras cabezas y mi hermano Martín lo sabe, se divierte, comparte la arrogancia de Alonso de Ávila, no se da cuenta de cómo lo mira la Audiencia.

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pp. 100-101

Se detiene el burro y una pequeña mujer contrahecha, envuelta en rebozos negros, se acerca a mí, me acaricia la mano, me da una cachetada y de sus labios hundidos, sin dientes, de sus mofletes de enana, de su lengua mojada y que no puede contener la saliva decentemente, sale la palabra que esperaba, la palabra que ha colgado sobre mi vida como esa espada de Damocles de los juicios aplazados sobre las cabezas de toda la descendencia de Hernán Cortés. La mujercita contrahecha me levanta violentamente la cabeza, agarrándome el pelo y me dice lo que yo esperaba oír: —Eres un hijo de la chingada. Eres mi hermano.

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Apolo y las putas [p. 165]

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pp. 179-180

Eres un irlandés negro, me dijo Cindy cuando me enamoré de ella. Era platinada e idéntica a todo lo que he visto hoy desde los cielos. Como si yo fuera Apolo y ella el firmamento iluminado y recorrido por mi luz. Cindy igualita al atardecer tropical. Cindy idéntica a la piscina llena de flores. Mi mujer igual a una loma rutilante de luces. Mi amor como una discoteca de cristal. Mi Cindy querida del cielo estrellado. Me amaba tanto que no me dejaba verla. Te llamas Vince Valera. Eres un irlandés negro, es decir, un náufrago. Un descendiente de marineros españoles arrojados a la costa de Irlanda por el desastre de la Armada Invencible. Un hijo de la borrasca y la espuma, un vástago del viento y la roca. Un latino del norte, Vince, moreno con las cejas más negras y pobladas del mundo (dicen que era mi principal característica), tu pelo negro, lustroso, y la perfección de tu cuerpo, Vince, liso como un Apolo sin vello en el pecho o la piernas, lustroso como un mármol negro o un gladiador antiguo, fuerte como el pectoral de un legionario romano, musculoso como un guerrillero español, pero con más pelo en las axilas y el pubis [-179;180-] que cualquier hombre que yo haya conocido antes, nunca, las mujeres nos fijamos en esas cosas, Vince, el vello te desciende de los sobacos y te asciende de la verga y nuestras pelos se confunden al hacer el amor, negro tú y rubia yo, no seas más que mi amante, Vince, no beses a nadie más, no te cojas a nadie más, sé sólo de tu Cindy, cinderella, hazme sentirme de cuento de hadas...

Luego me dijo esto:

"Sólo puedes ser pistolero, padrote, cuando mucho detective privado, eres parte del cine negro, no dejes de ser el villano oscuro, Vince mi amor, sé siempre el Apolo maldito de la serie B..."

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pp. 195-196

Ellas me lo tocaban todo, las siete endemoniadas enanas de Acapulco. Las siete putas del Apolo maravilloso, excedido, totalmente realizado que era yo en ese momento en que perdí la noción, apenas conquistada, de la individualidad de cada una de ellas. Eran sólo lo que yo había dicho que eran, boba, soñadora, estornudo, precisión y sabiduría, industria y sensualidad. Eran turbios enojos y deseos palpitantes, todo junto. No tenían cara y yo me imaginaba la mía bajo el sol, entre las sombras que me revestían, desnudo en un queche que iba derecho al centro del mar, cada vez más lejos (Blanca Nieves no varía el rumbo, no protesta, no dice nada, es una argonauta o una putanauta, o una argohuila, paralizada por el mar, la brisa, el sol, la aventura, el peligro, la creciente lejanía de tierra firme) y yo sólo sé [-195;196-] que siete hembras de dieciocho años (promedio) me hacen el amor.

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p. 197

Siete culos siete. […] Culo glorioso de libaciones eucarísticas, sexto sixto, culo religioso, irlandés, negro, que diría Cindy mi mujer avispa, WASP blancanglosajonaprotestante que trata de pasarme sus rollos ancestrales, no sabes gozar, Vince, si no crees que pecas, miserable Apolo de celuloide, inflamable, perecedero, tómame como mujer, como ser humano, como tu igual, no como símbolo de tu odisea espiritual, hijo de puta, yo no soy ni tu comunión ni tu confesión, soy tu hembra, soy otro ser humano, ¡cómo me fui a casar con un irlandés católico que cree en la libertad del pecado y no en la predestinación de la carne! Huyo de eso: quiero gozar del culo final, el

Huyo de eso: quiero gozar del culo final, el séptimo sello, el culo sin atributos, el purgatorio sexual sin cielo ni infierno, pero con mi nombre tatuado a la entrada de la vagina, Vince Valera, Apolo vencido: las siete sobre mi verga, las siete mamándome, una tras otra, una mama, la segunda me mete el dedo por el ano, la tercera me besa los huevos, la cuarta me pone el mono en la boca, la quinta me chupa las tetillas, la sexta me lame los dedos de los pies; la séptima, la séptima me pelotea los senos inmensos por todo el cuerpo, gobierna a las demás, me rebota los senos en los ojos, me los unta sobre los testículos, me pasea un pezón por la cabeza del pene, y luego cada una me va mamando, y no sólo ellas, me maman la verga el sol, el mar, el motor de Las Dos Amérícas.

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p. 198

Inútilmente, pues Las Dos Américas ya alcanzó su inercia, avanza solo mar adentro, como mi sexo se adentra en una sola, uno solo de los siete hoyos ofrecidos esta mañana a mi entrega absoluta, la exigencia de darme todo entero, de no reservarme nada ya, de no encontrar un solo pretexto para estar o huir, casarme o divorciarme, firmar un contrato o aspirar a un premio, quedar bien con un jefe de estudio, sonreírle a un banquero, seducir a un periodista mientras cenamos en Spago's, nada, nada más que esto: el ascenso simultáneo al infierno y al cielo, la palpitación desenfrenada de mi pecho, la conciencia de que bebí demasiado, me desvelé como un cretino, mi corazón galopa y mi estómago se tuerce, no me he rasurado, mis mejillas raspan las divinas nalgas de la Bobita como las espinas del rostro de Cristo, el sol cae a plomo, la brisa se detiene, mi dolor se vuelve ubicuo, el motor ya no se oye, el sol se apaga, el cuerpo se me va como agua, las risas de las siete enanas se disipan, ya no hay siete hoyos, hay un solo hoyo dentro del cual voy cayendo sin peso, no hay siete noches, hay una sola noche y en ella entro suavemente, sin vacilaciones, predestinado como quería Cindy mi mujer, sin corazón ni cabeza ya, pura verga parada, puro falo de Apolo en boca de una musa prostibularia que me acaricia el rostro y me dice a la oreja: —Éste es tu rostro ideal. Nunca tendrás otro mejor. Éste es el rostro para tu muerte, papacito.

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Las dos Américas

pp. 234-235

No desconocía, sin embargo, la necesidad fabuladora de mis contemporáneos, la envoltura mítica que disfrazara e hiciese paladeable el afán de lucro. Oro, sí, pero guardado en minas profundas por caníbales y fieras bestias. Perlas también, pero reveladas por el canto de sirenas con tres tetas tres. Mares transparentes, pero surcados por tiburones con dos vergas y, además, plegadizas. Islas pródigas, pero defendidas por amazonas que sólo reciben una vez al año la visita de hombres, se dejan preñar y cada nueve meses regresan a los niños machos con sus padres y se guardan sólo a [-234;235-] las niñas hembras. Son implacables con los intrusos: los castran. Son implacables con sí mismas: se cortan un seno para disparar mejor sus flechas.

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p. 236

Pues ésta era como la Edad de Oro que evocan los antiguos y así se lo recité a mis nuevos amigos de Antilia, que así dijeron se llamara su isla, y me escuchaban sin comprender, pues los describía a sí mismos y a su tiempo: Primero fue la Edad de Oro, cuando el hombre se gobernaba con la razón incorrupta y en busca constante del bien. Ni obligado por el castigo, ni acicateado por el miedo, su palabra era simple, y su alma sincera. No hacía falta ley allí donde nadie oprimía, ni juez ni tribunal. Ni muros, ni trompetas, ni espadas se forjaban, pues todos desconocían estas palabras: lo Tuyo y lo Mío.

¿Era inevitable que llegara la Edad del Fierro? ¿Podía yo aplazarla? ¿Por cuánto tiempo?

Había llegado a la Edad de Oro. Abracé al buen salvaje. ¿Iba a revelar su existencia a los europeos? ¿Iba a librar a estos pueblos dulces, desnudos, sin malicia, a la esclavitud y la muerte?

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p. 238

Al mar arrojé la botella con las páginas fabulosas, todas las mentiras sobre sirenas y amazonas, oro y perlas, leviatanes y tiburones. Pero también conté la verdad sobre ríos y costas, montañas y bosques, tierras labrantías, frutos y peces, la belleza noble de la gente, la existencia del Paraíso.

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pp. 244-245

Otro pájaro se hace visible en el cielo. Se acerca, primero apenas un punto, luego brillante estrella, tanto que me ciega al. medirla contra el sol. El pájaro [-244;245-] desciende al golfo. De su panza salen dos patas inmensas como almadías y con un gmñir espantoso, acallando la gritería alborotada del caracara, se asienta en el agua, levantando una nube de espuma y encrespa las aguas del golfo.

Todo se calma. El pájaro tiene puertas y ventanas. Es una casa del aire. Una mezcla del Arca de Noé y e1 mitológico Pegaso. La puerta se abre y aparece, sonriente, con dentadura cuyo brillo opaca el del sol y el metal, un hombre amarillo, como los describe Marco Polo mi antecesor, con espejuelos que añaden al conflicto del brillo, vestido de manera extraña, con una maletita negra en la mano y zapatos de piel de cocodrilo.

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p. 252

En el vuelo de Iberia soy tratado como lo que soy: una reliquia venerable, Cristóbal Colón que regresa a España después de quinientos años de ausencia. Había perdido toda noción del tiempo y del espacio. Ahora, desde el cielo, los recupero. Oh, cómo gozo viendo desde acá arriba la huella de mi primer viaje, en reversa: los montes del roble y el madroño, la tierra fértilísima, toda labrada, las almadías surcando el golfo donde desembocan siete ríos, uno de ellos en cascada suave color de la leche: veo el mar y las sirenas, los leviatanes y las amazonas disparando sus flechas al sol. Y adivino ya, volando sobre mi huerto calcinado, las playas con resacas de mierda, los paños sangrantes, las moscas y las ratas, el cielo acre y el agua envenenada. ¿También acusarán a los judíos y a los árabes de todo esto antes de expulsarlos o exterminarlos de vuelta?

 

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