José Manuel Fajardo
Carta del fin del mundo
Ediciones B
Barcelona 1996
p. 23
Los indios eran de cuerpo hermoso, muy bien proporcionados, y entre las mujeres las había de toda edad, que muchas eran mozas y al
gunas cargadas de años, y en ninguna se veían pechos caídos como tanto acontece con las mujeres de nuestra tierra, que no bien dejan los años mozos se tornan sus carnes flaccidas y los rostros se les llenan de arrugas, de manera que llegan a la vejez con tal premura que casi hace olvidar que alguna vez fueron lozanas. Estas otras, hermano, guardan la piel de una tersura no vista cualquiera sea su edad, son de ojos grandes y oscuros, sonrisa fácil y tal gracia en su andar que parece bailaran. Y entre ellas, estoy por jurar, si no fuera pecado, que venía la más bella de cuantas mujeres pueblan ambos lados de la mar Océana. Menuda, de tez dorada y largos cabellos crespos que le cubrían toda la espalda y dejaban ver sus desnudos pechos, su cuerpo era pura armonía y sus dientes tan blancos que casi deslumhraban cuando se acercó para ofrecerme el agua que traía en una calabaza hueca. Tan cierto como que estoy aquí, en esta tierra que parece el Jardín del Edén, que no he visto en toda mi vida una criatura tan hermosa y digna de admiración.
pp. 28-29
¡Cuán tornadizo es el destino! La otra noche escribía esta carta embriagado de dicha, orgulloso de tantos esfuerzos que se me antojaban servicios a nuestra [-28;29-] Reina y cristiana empresa. Pero en esta noche son otros los sentimientos que llenan y aún oprimen mi corazón. Ya no existe la armonía que ha reinado en nuestros actos desde que el Almirante nos encomendara la tarea de levantar el fuerte de la Villa de la Navidad. Y ahora me pregunto si no he buscado en el mucho trabajo una excusa para no ver lo que nos estaba sucediendo.
versión polaca
pp. 57-58
Pronto llegamos al invisible muro y el cacique hizo detener las canoas. Saltaron al agua varios indios, cada uno con un arpón en la mano que no tendría más de cuatro pies de largo, y se sumergieron bajo las olas. Al poco volvieron a salir con grandes gritos. Dos de ellos traían ensartadas en los arpones unas grandes langostas como las que tantas veces hemos comido en nuestra casa, caro hermano, cuando la mar no disponía de mejores manjares. Por sus muestras de alegría di en suponer que había de ser la langosta plato de mucho gusto para los indios. Los que nada habían pescado volvieron a sumergirse, y al salir a flote traía cada uno un pez ensartado en el arpón, tal parecía que no había sino que meter la mano en el agua para que saliera llena de alimentos, cual si no hubiera un muro sino el mismísimo cuerno de la abundancia oculto bajo las aguas.
pp. 60-62
Nos mostró luego el señor Mayamorex las redes con que pescan cuando se adentran en la mar, más allá de
l muro sumergido, cosa que no quiso hacer en esta ocasión pues ya hacía tiempo que nos habíamos partido de la aldea y era llegado el momento de regresar para gustar los manjares que habíamos dejado al cuidado del fuego. Así lo hicimos y las tres canoas pusieron proa a la aldea, rodeando de nuevo el islote de arena, pero esta vez por el lado contrario que a la ida. Pudimos ver que, por este lado, el cinturón de matorrales se abría para dar salida a una larga playa. El mozo Martín, que tiene vista de azor, nos previno que había alguien en ella. Al poco, mandó el señor Mayamorex detener las canoas y guardar silencio a todos. Sobre la arena de la playa estaban tumbadas dos sirenas, tan cerca como nunca había llegado a ver a ninguna, y a fe mía que no hay en ellas nada de la belleza que cantan los poetas, hermano, pues si es verdad que tienen pechos como de mujer y unos brazos carnosos, sus [-60;61-] cuerpos son gordos en extremo y sus cabezas feas como la de un perro, con grandes bigotes de escasos y larguísimos pelos que se dirían más propios de un gato. Nada en ellas revela inteligencia o maneras humanas y, si de lejos pueden llegar a confundir, de cerca tienen más de animal que de otra cosa. Pude oír entre murmullos que los indios consideran su carne un bien precioso, digno del mejor banquete.Hizo señas el cacique a las otras dos canoas para que se adelantasen, manteniéndose a distancia de la playa, y fue la una a situarse en línea con el extremo más lejano de la misma, y la otra a la altura de la mitad de la playa, mientras la nuestra se acercaba muy despacio al cinturón de matorrales, entre cuyo ramaje fuimos a ocultarnos, muy cerca del extremo de la playa. El sol había lucido durante toda la mañana y era tal la quietud que
parecía que plantas, sirenas y canoas sestearan bajo sus rayos. De pronto, los indios de las otras canoas dirigieron sus embarcaciones hacia la playa y rompieron a gritar como locos. Entre la maraña del ramaje pude ver cómo las sirenas, que hasta entonces parecían ignorarnos, levantaban sus gruesas cabezotas y se arrastraban torpemente hacia el agua, cerca de donde nosotros estábamos. Los indios de nuestra canoa comenzaron a remar para salir al encuentro de las sirenas y a ello nos pusimos también los cristianos. Pronto las tuvimos al lado, pues dentro del mar nadan con mucha más gracia que la que habían mostrado sobre la arena. Los dos indios que iban a la proa de la canoa levantaron sus arpones y los lanzaron con fuerza contra una de las sirenas, que lanzó un horrible chillido y comenzó a debatirse entre las olas, herida de muerte. Aún hubieron de darle algún arponazo más antes que cesara toda resistencia, pero al fin se hicieron [-61; 62-] con el cuerpo ensangrentado de la sirena, que sujetaron al costado de la canoa con una de las redes que traían consigo, y pusimos de nuevo proa a la aldea, mientras el cuerpo reluciente y grueso de la otra sirena salía de cuando en cuando de entre las olas, alejándose de nosotros como alma que lleva el diablo.
pp. 62-63
El señor Mayamorex quiso saber entonces cuáles eran nuestras artes de pesca y vino a preguntármelo a mí, pues mucho le había admirado mi deseo de ver con mis propios ojos las maravillas de sus aguas, según le dijo a Yabogüé, por lo que daba en creer que habría de ser yo buen pescador. Ya ves, caro hermano, cómo la curiosidad puede convertirse en virtud en tierra extraña. Yo le conté cuan numerosas
son las embarcaciones de Bermeo y alabé la maestría de nuestros pescadores. Incluso le hablé de ti, hermano, y tu nombre sonó en este confín del mundo con maneras heroicas. Y no exagero, aunque tengo por seguro que tú habrás de pensar que tal hacía, mas atiende a mis razones y verás que no hay tal cosa. Quise contar al señor Mayamorex la más notable de las artes de pesca de nuestra patria, la caza de la ballena, que a nosotros se nos hace ruda pero común tarea, pues de padres a hijos nos hemos empleado en ella, mas a los ojos de los indios tal pareciera proeza de Titán. Cuando llegamos a estas tierras y antes que la voluntad de Dios nos llevara a la Villa de la Navidad, [-62;63-] pudimos avistar desde las carabelas el paso de algunas ballenas, pero hemos sabido por los indios que son éstas animales que les infunden gran respeto y temor, pues sus embarcaciones son demasiado ligeras para poder cazarlas y quienes no se han conformado con aprovechar las ballenas que a veces vienen a morir a las playas, sino que se han aventurado a perseguirlas mar adentro, han pagado en ocasiones con la vida tanta temeridad. Tales impedimentos no hacen sino agrandar a sus ojos lo que para nosotros no es sino puro trabajo sin gloria.
p. 100
Caminamos durante otras cuatro jornadas y poco a poco fue tornándose el paisaje en serranía. Crecieron las cuestas, llenáronse los caminos de piedras y vados, y fue poblándose el bosque de pinos y de hayas, a punto que tal parecía que estábamos en los montes de Cervera del Río Pisuerga y no en las ignotas tierras de las Indias. Bajo los árboles crecían unas plantas que parecen heléchos, pero de tal altura que se dirían hechas a medida de gigantes
pues son más altas que un hombre, y nos habría sido de gran ayuda tener una cabalgadura para mejor atravesarlas. Vano sueño porque en estas tierras no hay caballos ni mulos ni ninguna otra bestia de carga, de modo que han de ser nuestras espaldas las que hagan de tiro, cosa que debiera habernos hecho pensar mejor cuál habría de ser nuestro hato, pues con tantos días de camino hasta nuestro aliento se nos hacía una pesada carga.versión polaca